Y regresé a la noche antigua y serena
como el paisaje al morir el día
(Pessoa)
Pongamos que se trata de una sala
vacía del museo. Se dice
que ya nadie visita
este rincón perdido, donde algunas
pinturas evidencian su abandono,
ajenas al impúdico fulgor
que emana esa ficción de las giocondas.
Llega una chica, acaso
estudiante precoz de bellas artes,
o (más aconsejable
aún) cajera de supermercado.
Conviene que sea lunes por la tarde,
es la hora ideal, cuentan,
para okupar escenas de otras vidas.
Contempla con fijeza
lienzos que solo ofrecen
a sus ojos paisajes
desolados, tabiques derruidos
del peso de los años, parameras
bajo el hielo, arrumbadas
figuras que, de espaldas,
otean el vacío
como si fuera, acaso, su único destino.
Mientras se abisma
en un trazo cualquiera, la muchacha
reconoce muy bien esos desiertos,
toda la infinitud
latente en una ausencia de espejismos.
Sabe que está poblada por espectros
que cogen el tranvía,
beben cerveza y hasta son felices.
Así que, lentamente,
se introduce en cualquiera de las obras.
Pongamos, por ejemplo,
ese en la que una joven (estudiante
precoz de bellas artes
o hasta cajera de supermercado)
encuentra su lugar
donde, después de todo, siempre ha estado.
Nos sorprende un fragor, la algarabía
de subsistir bajo unos cuadros mudos.
Será, por fin, que el arte
vuelve a estar habitado, aunque nada
se escuche ahora, nada,
en la olvidada sala del museo.