¿Alguna vez os he contado lo que ocurrió el 24 de julio del 2021?
Era mi último día de vacaciones, paseaba por la orilla de la playa de poniente en Benidorm. Una semana alejada de la rutina después de un año y medio de pandemia. Todavía era obligatoria la mascarilla, pero era un pequeño precio a pagar a cambio del sol, la playa y la tranquilidad. Aunque la mayoría de los veraneantes no la usaban.
A las nueve de la mañana el sol ya estaba en plena ebullición. Decidí volver a mi toalla para darme un baño y, al girarme, divisé una cortina de humo rodeando los edificios situados en el extremo opuesto de la costa a la altura del Rincón de Loix. Una tímida brisa empezaba a levantarse, jugueteaba: descubriendo edificios y ocultando otros.
Cuando la bruma alcanzó el islote, muchos turistas sacaron sus móviles para hacer fotografías. El islote, siempre visible desde cualquier punto, fue sucumbiendo hasta quedar oculto, convirtiendo la playa de Benidorm en una playa cualquiera. Eso fue solo el principio. Los edificios de Levante sucumbieron en la calima. Justo cuando llegaba a mi sombrilla, la neblina saltaba el mirador y comenzaba a avanzar hacia nosotros.
A partir de ahí todo se aceleró. La niebla nos acechaba ahora en todas direcciones como queriendo atraparnos en el centro. Una bandada de cientos de pájaros: palomas, gaviotas y albatros, que reposaban tranquilamente al final de la arena, levantaron el vuelo a la vez. Venían hacia mí en su huida al mar. Me agaché por instinto, cubriéndome la cabeza. Una fuerte ráfaga de viento cargada de arena me obligó a cerrar los ojos y sus estridentes graznidos me provocaron un escalofrío que me recorrió hasta el último pelo del cuerpo.
Y de pronto... nada. Ni viento. Ni arena. Solo silencio. Los graznidos se cortaron de golpe. Las voces humanas cesaron. Ni siquiera las olas. Me puse de pie y abrí los ojos. Me vi rodeada de un humo espeso. Lo acariciaba y este se movía al instante ocupando el espacio que mi mano iba dejando libre. Nunca antes había visto una niebla tan opaca. Incluso los rayos de sol eran incapaces de atravesarla, disfrazando el día de noche. Lo único que me rodeaba era... el vacío. Un abismo infinito. Un vértigo repentino. Perder el equilibrio y caer sobre la húmeda arena. Un silencio que helaba la sangre y aceleraba el corazón.
No fui capaz de ponerme de pie y avancé a gatas. El contacto con la arena me proporcionaba una extraña sensación de seguridad hasta que me encontré con una paloma... sobre un charco de sangre. La postura de su cuello evidenciaba que estaba roto. De un salto me puse en pie y retrocedí tambaleándome hasta que tropecé con algo bajo. Una hamaca. La de la mujer tan amable que cada día me guardaba el sitio. Me giré y una luz blanca cruzaba por delante de mis ojos. «¿Viene de abajo o de arriba?». Un móvil. En las manos de la mujer. Me agacho. Su cara iluminada desde abajo. Ojos inertes. Ceño y nariz fruncidos. Boca desencajada.
Intenté salir corriendo, aunque mis pies no se movieron y caí de bruces. Me giré nada más llegar a la arena. Su cara impertérrita. «¿Muerta?». No me atreví a tocarla. Retrocedí como un cangrejo gigante. Mi mano rozó algo duro. La retiré instintivamente. Miré de reojo. ¿Una zapatilla de playa? «Relájate», me ordené. Volví a la toalla y saqué el palo de la sombrilla. «Tengo que pedir ayuda». El móvil. Busqué a tientas en la bolsa sin atreverme a bajar la vista, moviendo la cabeza en todas direcciones. «Aquí». Pulsé el botón y nada. Lo intenté de nuevo y tampoco. Lo arrojé dentro y me colgué la bolsa en el hombro izquierdo. En la mano derecha el palo de la sombrilla a modo de lanza. «¿El coche?». Puse rumbo al paseo marítimo. Quince pasos más. «¿Agua?». Me costó unos segundos ser consciente de que iba en dirección contraria.
Estaba a punto de darme la vuelta cuando algo llamó mi atención. La niebla se movía de forma constante: izquierda, derecha, izquierda... Solté la bolsa y me metí en el mar inerte. Un albatros flotaba a unos metros. Lo rodeé. Una sombra. Se movía en silencio. Avancé. Un niño montado en su colchoneta. Despierto. Intenté hablarle, pero mis palabras no sonaban. Se llevó la mano a la mascarilla de Spiderman y después un gesto de negación.
Iba hacia él cuando me enseñó su palma. Paré al instante. Una decena de palomas y gaviotas flotaban inmóviles, rodeándolo. Me abrí paso. Notando sus cuerpecillos en mi piel desnuda. Tiré de la colchoneta. No se movió. Le hice un gesto para que viniera a mis brazos. Sus ojos se abrieron de par en par, fijándolos detrás de mí. Seguí su mirada. La niebla giraba frenéticamente. Succionada desde arriba. El sol se abrió paso deslumbrándome. Los cientos de pájaros levantaron el vuelo sacudiéndome.
Los graznidos volvieron. Los murmullos de la gente, también. Una ola me golpeó arrastrándome hasta la orilla. El cielo volvía a ser azul. El horizonte retornó. El islote había desaparecido. Los veraneantes parecían aturdidos como recién despertados de una siesta. La bruma se alejaba... lentamente. Busqué mi hotel. El Poseidón no estaba. Tampoco el edificio Intempo. Ni el Gran Hotel Bali. El mirador me devolvía la mirada. La neblina seguía su retirada. Sin embargo, ninguno de los edificios de la playa de Levante aparecía de nuevo.
—¿Dónde están los rascacielos y la isla? —pregunté en voz alta.
—Benidorm nunca ha tenido edificios de más de cinco plantas y la isla de Ibiza tampoco se ha visto desde aquí —me respondió un viejo lugareño.
Busqué al niño de la mascarilla. Había desaparecido al igual que la niebla. Corrí tan rápido como pude hasta mi coche. Abandoné la ciudad.
Y así fue como Benidorm nunca más volvió a ser la ciudad de los rascacielos y como su isla desapareció para no volver jamás.
domingo, 30 de abril de 2023
El día que Benidorm dejó de ser Benidorm - Beatriz Martín Valencia
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