Los botones de oro bruñido resplandecían bajo la luz del viejo quinqué como luminarias, mientras Elsa, casi en penumbra, enrollaba los últimos tambores de las telas que todavía conservaba en su humilde taller. La costurera apuraba la tarde entre cintas de organza y listones de satén que se escurrían continuamente ante el más mínimo roce con los rollos de tafetán, lo que le obligaba a agacharse una y otra vez. Nada en aquella habitación parecía querer descansar para siempre.
El suyo fue un retiro sobrevenido, impuesto por la vida acelerada de las compras online, los grandes almacenes y el imperio de las marcas, que redujeron el trabajo de Elsa a meros arreglos para prendas prefabricadas, apenas recibía ya encargos importantes. Atrás quedaron los días de faena en los que el sonido de la máquina de coser repiqueteaba sobre vestidos de gala hasta altas horas de la madrugada. Y lejos quedó el dinero, que se volvió tan exiguo como los recuerdos de aquellas noches de vigilia, largas e insomnes. Durante aquella época, Elsa nunca imaginó que llegaría a echar de menos el regateo con las clientas y las prisas en las entregas, que solían adelantarse ante la insistencia de novias y madrinas. Aunque Elsa jamás se retrasaba.
La Singer, con casi un siglo de historia, aún funcionaba; lo hacía con puntadas cortas y renqueantes pero certeras, al igual que Elsa era una veterana de una profesión olvidada. Alguien le había sugerido alguna vez que se deshiciera de aquel trasto, pues solo servía para ocupar sitio. Aunque Elsa ignoró el comentario. La máquina de coser fue el sustento de su familia cuando no entró otro jornal en casa, pero ya nadie recordaba eso. «Nadie se acuerda ya de los viejos», pensó Elsa mientras acariciaba la Singer. Aquella antigua máquina también había confeccionado el atuendo de sus cinco hijos, sobre todo ropa de abrigo durante los meses más fríos, cuando las ráfagas de aire, siempre desapacibles, penetraban en el taller. Ya entonces comenzaron los días interminables, días glaciales en los que Elsa se levantaba de la cama sinla esperanza de que el oficio fuera a depararle un digno retiro. Pese a ello, Elsa siguió adelante, aun con la certidumbre de que su futuro y su suerte estaban construidos sobre cimientos demasiado endebles. Con laboriosidad de hormiga, en sus vestidos, en la caída de sus faldas, en el corte de las blusas, en el exquisito gusto de sus ornamentos, podía apreciarse, grácil y eterna, la esencia del arte. Sus manos eran capaces de crear espejismos de formas y huecos compactos sobre la piel de cualquier mujer, espacios en la nada que retuvieron la memoria de cada cuerpo sobre el que Elsa trabajó antes de que el olvido desterrara sus encajes en arcones repletos de ropa usada. Si bien, Elsa siempre evitaba conocer el final de aquellas prendas.
Además de hacendosa, en el barrio, la costurera tenía fama de mujer pródiga; aunque nadie sabía que Elsa, a escondidas, contaba dos veces las monedas del cambio para después ordenarlas sobre la palma de la mano según su valor. Y en casa, zurcía bordados medio a oscuras pasadas las diez de la noche. Pues la costurera, aun retirada y en soledad, cosía por vocación; el hecho de poder hacerlo le compensaba cualquier esfuerzo, y en algunos casos, el dolor. En otros tiempos, hubiera trenzado a mano encajes de aguja que le habrían servido para ganarse un buen salario y que ahora, en la lobreguez de su taller, solo bordaba por distracción. A diario, Elsa repasaba las líneas de cada flor que esculpía sobre el encaje, lo hacía con la misma delicadeza de quien tañe un arpa. Luego, con contundencia, volvía a rematar las costuras francesas de los tejidos a base de planchados tan minuciosos que terminaban por dejarla agotada. Mas, cuando el cansancio parecía doblegar su ímpetu, Elsa cogía otra pieza. Desperdigadas por el suelo, tenía manoplas y varias chalinas de lana virgen enredadas entre una veintena de perneras sin emparejar. Aunque Elsa estaba obcecada con una prenda en concreto; una mantilla de blonda negra que nunca llegaba a acabar. No era un encargo tardío, ni la tejía para lucirla en evento alguno, simplemente la usaba a modo de excusa para ahuyentar la melancolía que cada noche la atenazaba con garras zaínas, negras como aquella mantilla. Noche tras noche, la costurera retocaba la prenda con todas las puntadas que guardó durante los días de poca faena, mil horas se hubieran necesitado para contar cada hilván; aunque Elsa nunca quedaba satisfecha. Había comprendido, sin habérselo preguntado a sí misma, que aquella prenda siempre permanecería inconclusa, amarrada a ella mientras tuviera un ápice de energía.
A la luz de un nuevo día, cada mañana, la costurera volvía a colocar la pieza sobre el bastidor para añadirle doce lirios que florecían a lo largo de un jardín repleto de yedra e ingas. Con el paso del tiempo, la mantilla llegó a alcanzar varios metros de longitud, tantos que Elsa tuvo que colgarla en el techo del taller con un riel de cortina. Así, los días soleados, cuando la claridad entraba a través de la ventana, la luz proyectaba sobre las paredes del taller la silueta de un vergel de naturaleza que hacía sonreír a Elsa. Qué distinta veía la vida durante aquellos instantes, qué diferente era aquella promesa.
Pero la tarde en la que Elsa decidió recoger por completo los restos de su taller y cerrar aquel cuarto definitivamente, todo lo que había en él empezó a rebelarse como en un naufragio. Del costurero volcado, comenzaron a saltar las bobinas de hilo dibujando en su caída una sutil cascada de colores y texturas, mientas las tijeras se enganchaban a ballenas de corsé para dar paso a los alfileres, que se precipitaban contra el suelo como la lluvia. Elsa trataba de poner orden en el caos, sin percatarse de que cuanto más se afanaba en recoger, más tiempo perdía.
Yen medio de aquel desastre, de aquella rebelión de agujas y dedales, a lo lejos, escuchó el móvil. El sonido retumbaba desde el salón. La costurera se apresuró a cogerlo, incapaz de adivinar que aquella llamada, en su vejez, iba a darle la vuelta a su presente; ante la suerte más adversa, la más oscura, alguien se acordó de Elsa.
—Mamá, es grave. Necesitamos hacerte un pedido urgente desde el hospital.
Elsa no dudó un instante en lo que debía hacer, aunque, durante unos segundos, la sobrecogió una sensación de miedo y frío. Luego pensó en sus años de oficio, en que cada una de las puntadas que había dado a lo largo de su vida, de forma inconsciente, la habían preparado para afrontar aquel encargo; con cada éxito y cada fracaso Elsa había aprendido a ser fuerte, había aprendido a hilvanar retales de dicha para sentirse útil. Lentamente desempolvó la Singer. Poco a poco el rumor de los pespuntes volvió a inundar las noches, llenas de trabajo y esperanza. Noches que le parecieron menos lúgubres, aun a sabiendas de que un peligro invisible la amenazaba. Mientras cosía, Elsa miraba la mantilla, lo hacía a ratos, deleitándose en sus contornos, en las formas etéreas que la cubrían y pensaba que, muy pronto, florecerían nuevos lirios.
domingo, 9 de abril de 2023
La costurera - Ana Belén Barrajón Sánchez
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