domingo, 5 de febrero de 2023

La mancha - Isidro Moreno Carrascosa

Todo comenzó con una persistente mosca varada en la pantalla del televisor. La anciana no prestaba demasiada atención ni a la mosca ni a la televisión, pero en cierto momento reparó en que no podía ser que otro día más, la jodida mosca se posase en el mismo jodido sitio e incluso hubiera engordado. Decidió, por fin, levantarse de su cómoda mecedora para ahuyentar al insecto.
     ¡Sorpresa!, no se trataba de ningún bicho, sino de una mancha negra en la pantalla de plasma y que por mucho que insistía en su limpieza, “aquello no se iba”.
     En los siguientes días, cuando conectaba el televisor, la enigmática mancha aparecía cada vez más grande, resultando una auténtica molestia para poder apreciar las imágenes.
     Un día, al encender el aparato, comprobó que solamente podía escuchar los sonidos de los programas que se emitían, pero la pantalla era completamente negra. Sí, era completamente una mácula lóbrega que amenazaba con desbordarse del marco rectangular que la albergaba.
     Así ocurrió una mañana en que Herminia, único habitante de aquel modesto piso, comprobó que la oscura mancha avanzaba por la pared y muebles de la estancia.
     Finalmente, Herminia decidió telefonear a su hijo para explicarle, como si de una banal anécdota se tratase, el caso del borrón negro del televisor. El hijo quedó perplejo por aquella historia y al día siguiente, sin mediar palabra con nadie para evitar preocupaciones innecesarias, se desplazó hasta la vivienda de su madre y allí comprobar por sí mismo aquella delirante historia de una anciana que empezaba a sufrir perturbaciones seniles.
     Ante la vivienda y con la oreja pegada a la puerta, pudo escuchar ruidos y voces extrañas quizás provenientes del televisor. O quizás no, porque también salía un aire frío y pestilente que comenzaba a invadir la atmósfera del rellano de la escalera.
     Para averiguarlo, y en busca de su madre, abrió enérgicamente la puerta. Se encontró con una oscuridad total en la que, sin titubeo alguno, penetró.
     El vecino del mismo rellano observaba la escena desde su propia mirilla quedando atrapado por un pánico contenido y el aire frío que se colaba también a su apartamento. Ante aquella tétrica situación con la puerta de Herminia abierta, la oscuridad completa en la vivienda y la evanescencia del hijo, optó por llamar a la policía, para narrar lo visto o tal vez lo imaginado, porque el panorama le producía confusión además de terror.
     Dos días después, la nuera de Herminia decidió denunciar la misteriosa desaparición de su esposo. Durante la espera en la sala de comisaría, pudo leer en un periódico local, la «desaparición de una pareja de policías» que se dirigía a una vivienda de la calle Remedios, número 13.
     ¡Era la casa de su suegra!
     * * *
Han pasado veinte años desde las misteriosas desapariciones de mi padre, de mi abuela, de dos policías y no sé si de otras personas. Entonces yo era un niño y esta noche, movido por la curiosidad, he subido a un autobús que pasa ante la vivienda de mi abuela.
     Pegado al frío cristal del autobús, diviso el paisaje urbano escudriñando los viejos y decimonónicos edificios que aún se yerguen con aire señorial.
     Al llegar a la calle Remedios, he visto que tras el portal número 11 y antes del 15, solo había un vano en sombra; negro, como el siniestro hueco que deja una muela extraída de una vieja dentadura. El autobús se detiene. Yo había solicitado la parada. Nadie baja. Yo tampoco. Las puertas se vuelven a cerrar y algunos pasajeros me miran.
     En la siguiente parada el bus se ha detenido, de nuevo abre sus puertas y en un intento de esquivar mis miedos, me levanto del asiento y salgo. Decido volver andando hacia la calle Remedios, estoy tan cerca de enfrentarme a mis dudas y pesadillas que no debo alargar más el misterio que las envuelve.
     La iluminación de las farolas es exigua en este lado de la calle. Llego ante el inexistente número 13. La oscuridad es total. Entro.

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