Cuando éramos niños
medíamos el tiempo
con un reloj de sol
en días luminosos.
Luego, ya adolescentes,
teníamos al tiempo
rendido a nuestros pies
y sin orillas.
La juventud nos puso
reloj al corazón
y al sueño no habitado.
Y ahora, en esta edad
en la que el tiempo
casi no se detiene a contemplarnos,
le vamos dando vueltas
en un reloj de arena inaprensible.
Y ahora ya sabemos
que aquí donde se funden
nuestro tiempo y espacio,
aquí, existimos.
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