No tienes nombre, tenuemente borrado, al fin.
José Ángel Valente
Está sentada en un banco de la plaza, en el único banco que no recibe la
sombra de los olmos viejos. La anciana está al sol, soportando su inclemencia
de finales de mayo, pero no le importa. Viste un traje sastre azul de hace ya
algunas décadas y su cabello, esas hebras de galena que apenas conservan
cierto vigor y densidad, está peinado con pericia, con ese estilo desenfadado
que aún le proporciona la coquetería. Ahora se lo compone ella misma, aunque a
veces le ayuda una vecina, su pensión no le permite acudir cada semana a la
peluquería. Ya no se acuerda de la última vez que le lavaron, cortaron,
tiñeron y peinaron de manera profesional, quizá cuando se casó su nieta
Merceditas, esa maldita memoria, que no hace más que regatearle los
recuerdos.
Tiene los labios pintados de rojo, de un rojo casi escarlata, y las arrugas
que labran su rostro en líneas finísimas se arraciman junto a ellos, y junto a
sus párpados, y en los linderos de sus pómulos, y en la frente, arrugas
tranquilas que se fruncen de bondad, la anciana siempre supo cómo apaciguar
los malos sentimientos.
La mujer sonríe a los niños, sonríe a esos pequeños déspotas de pelo
repeinado, pantalones cortos y calcetines negros que estrellan sus globos
preñados de agua a sus pies, sobre sus zapatos de charol recién lustrados. Los
chiquillos la rodean mientras cantan esa palabra de solo dos sílabas, una y
otra vez. Las pupilas de la anciana no desprenden temor, ni odio, ni
preocupación. Sus labios pintados de escarlata sonríen tenuemente y sus manos
pálidas, una sobre la otra, reposan en su regazo, no le importa nada, no son
más que unos niños, se acuerda de cuando Merceditas tenía su misma edad y la
mirada se le aclara de nostalgia, mientras aquella canción se repite, una y
otra vez, trasminando el aire cálido de aquella tarde de finales de mayo.
Ahora vienen las madres, han dejado el resguardo umbrío de los soportales de
la plaza, han abandonado momentáneamente su tertulia de tabaco rubio, café,
copas de ginebra con tónica y dedos arrastrados por la pantalla de sus móviles
inteligentes para regañar a los chiquillos. Los regañan, sí, pero no por lo
que cantan, sino porque no quieren que sus vástagos vestidos de domingo
jueguen cerca de ella, tal vez resulte un peligro, nunca se sabe, desde que
murió su marido Crisanto ya no es la misma, la han llegado a ver de madrugada
por las calles, caminando sola, hablando sola, pendiente del claror que emana
de la luna llena. Dicen que incluso se dedica a alimentar con sobras de comida
a esos gatos que merodean por el descampado de la ermita. A quién se le
ocurre, dar de comer a unos gatos asilvestrados en los que la sarna y la tiña
litigan en silencio por la propiedad de su pelaje.
La anciana continúa sentada en el banco, a la intemperie de un sol bañado en
cobalto y briznas de nubes blanquinosas, desprendiendo bondad por entre sus
labios de color escarlata, alojando nostalgias en su mirada, las manos
pálidas, leves sobre su regazo, una sonrisa diáfana deslizándose, tal vez para
siempre, por las esquinas del corazón. Se llama Socorro, pero en el pueblo ya
nadie parece recordarlo. Creen que está loca y así la llaman. Así le cantan,
una y otra vez, con desprecio, quizá con repulsión, utilizando esa abyecta
palabra de solo dos sílabas. Loca, loca, loca.
I Premio en el XXIII Certamen de Relatos Corpus Christi de Camuñas
(Toledo), mayo de 2017
No hay comentarios:
Publicar un comentario