domingo, 5 de marzo de 2023

Recopilando - Esteban Rodríguez Ruiz

Nicolás nunca pensó que sus últimos años los iba a pasar en Salamanca, esa ciudad que le era conocida, incluso querida, pues tuvo la oportunidad de impartir cursos de Economía en su universidad. No obstante, le era ajena e indiferente. Sus intereses estaban en otras latitudes, aunque sus referencias no tuvieran una sede concreta, ya que se consideraba ciudadano del mundo y, como buen jesuita, inquieto y preocupado por todo aquello que fuera susceptible de ser aprendido, sobre todo de su especialidad: Historia de las Teorías Económicas, en la que logró gran prestigio internacional dentro de ese mundo siempre restringido que configuran los paradigmas académicos.
     Doctor en Teología y Economía, autor de numerosos libros, algunos de los cuales estaban entre la bibliografía obligatoria en ciertas cátedras de las más prestigiosas universidades, nunca se imaginó verse, al final de sus días, aparcado en una residencia, cómoda, pero desubicada. Mas la vida también era eso, bien lo sabía él, que siempre había estado dispuesto a escuchar a todo aquel que se acercaba a su despacho o en los pasillos de las distintas facultades en las que ejerció la docencia y donde solía pasear, de manera pausada, en los tiempos vacíos. Amén de las horas dedicadas al confesionario, entendido este de manera más amplia que la simple permanencia en ese cubículo que todos tenemos en mente, y en nuestra retina, colocado en sitios estratégicos, o discretos, en las iglesias.
     Como buen manchego que tenía más de Sancho que de Quijote, asumió que no era bueno andar desprevenido. Por eso, y como consecuencia de su sólida formación, siempre se preocupó de establecer prioridades y sopesar las consecuencias de cada una de las decisiones que tomaba. Mas la vida juega sus cartas y no es difícil comprobar que, en más de una ocasión, utiliza varias barajas al mismo tiempo para, al final, salirse con la suya y cerrar su plan redondo.
     Nicolás paseaba por las calles solitarias buscando los rincones que le resultaban más conocidos y que le recordaban tiempos mejores, de mayor plenitud. Después se vio obligado a calcular y tener en cuenta sus mermadas fuerzas que no siempre le sobraban para salvar la distancias que separaba la residencia donde habitaba, junto a otros jesuitas mayores, y el puente romano por donde cada tarde le gustaba cruzar el río Tormes. En los días que tenía más ánimo se entretenía en los soportales de la Plaza Mayor, la Casa de las Conchas, con su original fachada, las catedrales, la antigua universidad…
     Vanidades de juventud, se decía a sí mismo, cuando reposaba y disfrutaba de la soledad en su pequeña, pero cómoda estancia, o en las tardes que decidía esperar la caída del sol en alguno de los bancos situados junto a las sendas de la ribera del río.
     En unos y otros momentos repasaba sus sueños, cumplidos unos, frustrados otros, pero todos formando un conjunto por el que, pensaba, mereció la pena haber nacido, recorrido el camino que encontró ante sí, empujado las puertas que le incitaban a ser cruzadas, hechas las preguntas que se formularon en su mente, y, en definitiva, haberse atrevido a vivir. Pues, cuando evocaba sus recuerdos y sentimientos, experimentaba que le había tocado una época y unas circunstancias privilegiadas, tanto en su infancia, como hijo de un médico rural, arropado por un ramillete de hermanos y una madre entregada al cuidado de su familia en cada una de sus necesidades, como después, cuando llegaron los años de internado, en la capital de la provincia, lo que le obligó a desprenderse de esa atmósfera protectora, aunque no por ello totalmente alejada, pues eran frecuentes las visitas, hasta que él mismo prefirió que fueran distanciándose para ganar autonomía y evitar ser el blanco de las bromas de sus compañeros. Y pensaba que logró una buena preparación para poder enfrentarse a todo lo que vendría después y que se fue fraguando en esos años de adolescencia. Coqueteos, cortados de raíz por un vislumbre de vocación religiosa, le llevaron al noviciado y a un largo período de formación en el más amplio sentido de la palabra, pues incluyó años de universidad civil, viajes no siempre programados que le facilitaron satisfacer sus ansias de investigación, las solicitudes de grupos académicos prestigiosos y, también, lo que fue capaz de volcar en otros que deseaban seguir caminos similares al suyo.
     Mereció la pena, sintió, en la quietud de su gastado corazón.

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