NOSTALGIA
Con motivo
de la muerte de Adolfo Suárez, primer Presidente de la democracia y
coartífice de la transición, hemos tenido ocasión de actualizar
viejos recuerdos, no tan antiguos como pudiera parecer, y desempolvar
nostalgias que, aunque nos cueste reconocerlo, siempre vienen
retocadas por el efecto del tiempo y tamizadas por los filtros
interpuestos.
No cabe
duda de que el personaje histórico ha crecido si lo comparamos con
la imagen que podemos conocer a través de los documentos elaborados
y lo vivido en aquellos días de miedo e ilusión que hicieron
posible el entendimiento y la concordia que nos llevaron de una
dictadura, mantenida durante cuarenta años, hasta un horizonte de
esperanza en donde pudimos soñar con un país y una sociedad
diferente, a pesar de estar construida con los restos del naufragio
que aspiraban a afianzarse con los nuevos aires y desarrollarse
gracias a los que fueron creciendo a la sombra de aquellos
acontecimientos.
No han
faltado los homenajes, ni las declaraciones de reconocimiento a la
vez que se aprovechaba la ocasión para lucirse. También vivimos el
espejismo con los últimos Presidentes en amigable cercanía además
de esas instantáneas institucionales que invitaban a la grandeza de
miras. Podríamos saber que todo era pasajero, pero no por ello
perdía valor el momento. Incluso ha servido para que desde distintos
foros se reclamase un esfuerzo y plus de flexibilidad que emulase
aquellos años en los que se alcanzaron compromisos nada fáciles
para lograr lo necesario. Es verdad que ha durado poco, pero mereció
la pena.
Al calor
de esos recuerdos han aflorado los buenos deseos y hemos sido
conscientes de que, cuando se quiere, pueden posibilitarse las
condiciones que facilitan los acuerdos y que no siempre son los
hechos objetivos los que hacen insalvables los obstáculos, por lo
que se ha explicitado la necesidad de unos políticos, unos
mandatarios, con horizontes más amplios, más generosidad y menos
cortoplacismo.
Pero, una
vez más, tuvimos disponible y dispuesto a Monseñor Rouco Varela y
no defraudó en su oficio de protagonista destemplado, toque o no
toque, echando mano de su repertorio en clave apocalíptica en el que
predominan tonos admonitorios y excluyentes incluso cuando lo que la
ocasión requiere, reclama y casi exige es la invitación al
encuentro. Pero está claro que “no pueden pedirse peras al olmo”
y sólo cabe esperar que la dinámica de la vida le empuje a un punto
en el que sus revueltas bilis no nos repercutan.
Más allá
de todo esto, lo importante ha sido poder recuperar para el presente
a una persona que la enfermedad había apartado de la vida pública.
Tal vez la Historia, con mayúsculas, lo tenga más claro.
Esteban Rodríguez Ruiz
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