jueves, 29 de mayo de 2014

REFERENCIAS




PINCELADAS POÉTICAS

Jesús María Cormán, San Sebastian 1966, es conocido como pintor, narrador y letrista, pero hoy hablaremos de su poesía, de su libro Peligro, perros sueltos, con el que ha conseguido el XI Premio Nacional de Poesía Ciega de Manzanares 2012, convocado por el Ayuntamiento de esa localidad manchega y editado por Vitruvio el año pasado.
Según los críticos, él intenta apresar en su pintura el movimiento en un instante y parece que sus poemas tienen el mismo propósito: atrapar lo observado y sentido, dejándolo quieto frente al lector sin anularlo. Autor de una obra de juventud, Poemas de Octubre (1985), no vuelve a escribir hasta el año 2000, cuando regresa y empieza a presentarse a premios literarios para intentar publicar sus libros: Dioses de cardenillo (2002), Unidad del dolor (2004), El Caníbal (2008), Gabinete de Crisis (2008), Formas de vida y muerte (2010), Bajo Cero (2009) y el que ahora reseñamos, que empieza de manera elocuente: “Lo peor que puede ocurrirle a tu poema/ es que no interese/ ni a quien yace contigo”, incluyendo a los muertos, por si acaso, entre los deudores del eco.
Pero leyéndole comprendemos que no es necesaria tanta precaución, ya que desde el principio nos vemos impelidos a seguir leyendo esos fogonazos que buscan mostrarnos retazos de realidad que puede sernos ajena y que, sin embargo, hacemos nuestra sin esfuerzo, sin necesidad de violentarnos para conseguir la identificación. Sabemos que la realidad puede ser determinada por el azar y convertirse todo en escombro ligero que sólo el tiempo puede sedimentar o llevar a la nada y si “todo lo que empieza acaba…/ ¿Por qué con el amor iba a ser de otra manera?”. Mas lo peor no es el olvido, sino el no tener nada que olvidar, no haber vivido.
La poesía, que es elemento transformador, casi se convierte en aforismos y sentencias lapidarias, en síntesis verbales sobre la desaparición o la conveniencia de ella: Todo tiempo es un nudo que puede llegar a ceder. Somos pura contradicción, equivocación y acierto, deseo de salvación y abandono, senda que regresa al punto de partida buscando el infinito, dejándonos la única certeza posible: “estamos vivos”.
Los versos nacen y crecen lejos de los poetas, para preservarse; como el amor que pervive más allá de los días de los amantes, de las imágenes devueltas por los espejos, de los pasos y caricias compartidas. Consciente de todo ello, de lo imposible hecho deseo, nos confiesa: “Mis páginas escritas acaban a la mitad del libro./ Pero seguid leyendo…/ El blanco que continúa/ pertenece a mis mejores poemas”. Tal vez los que están por llegar.
                                                                             Esteban Rodríguez Ruiz
       

martes, 13 de mayo de 2014

REFERENCIAS




NUEVA ENTREGA

Pedro Antonio González Moreno nos hace una nueva entrega en el poemario que ha titulado El ruido de la savia y con el que ha conseguido el Premio Nacional de Poesía “José Hierro”, convocado por el Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes (Madrid).
Estructurado en cinco partes independientes: “Raíces para un árbol genealógico”, “El ruido de la savia”, “El poema y sus ramas”, “Tu cuerpo entre las hojas” y “Una rama tronchada”, aunque relacionadas entre sí, va configurando “el árbol” en cada una de las concreciones.
Lo primero que encontramos es el armazón que sustenta el conjunto y sabremos que de sus antepasados no aprendió grandes cosas, pero sí fundamentales, como el fijar las bases para que los sueños lleguen a ser posibles y las palabras tengan fuerza y sentido. Desde ese arraigo va presentando ante nosotros la herencia de los suyos: arrieros, capataces, albañiles, aristócratas del cansancio, nómadas, coleccionistas de derrotas…, que dejaron escrita “su canción sin palabras”. Él sí escribe alimentado por esas raíces que impulsan la savia y el veneno acumulado durante generaciones y llega a descubrir el sentido pleno, la similitud ente el “picón de la infancia” y los versos de madurez, ese quemar muy cuidadosamente hasta que se consume la hojarasca, conservando la lumbre “para ese duro invierno/ de la vida”, en el que habrá que “agavillar desengaños”, enterrar sueños y escribir con tiento, lentitud y sosiego.
Evoca recuerdos de yeso, artesa, llana…, y descubre “que también con las palabras/ era posible construir…/ contra el miedo”, escribir poemas a escondidas en el viejo cuaderno del desván para iluminar la noche, las tinieblas, e inyectar la vida renovada en cada primavera, en cada verso robado al olvido, tras el tiempo de espera.
Nos muestra la alquimia mediante la que conjuga los elementos y logra lo buscado: “devolver a las cosas el brillo que han perdido/ cuando el nombre envejece” y asumir el riesgo de no salir indemne de la experiencia vivida tras asomarse a la “última barricada contra el miedo”.
Pedro Antonio nos regala la esencia del poema, núcleo del amor y frontera de la herida, de lo que pudo ser y no fue, el eco de los otros y el silencio propio hecho concreto en las palabras. En los dos últimos poemas que cierran el libro nos habla de lo irremediable y la necesidad de hacer frente a la intemperie desde la apariencia de normalidad: “que todo continúe como al borde/ de suceder…”, aunque haya sucedido, asumiendo el reto de la permanencia, buscando lo nuevo que llegará enlazado al presente.
                                                                                             
                                                                            Esteban Rodríguez Ruiz

sábado, 10 de mayo de 2014

NOSTALGIA


NOSTALGIA

Con motivo de la muerte de Adolfo Suárez, primer Presidente de la democracia y coartífice de la transición, hemos tenido ocasión de actualizar viejos recuerdos, no tan antiguos como pudiera parecer, y desempolvar nostalgias que, aunque nos cueste reconocerlo, siempre vienen retocadas por el efecto del tiempo y tamizadas por los filtros interpuestos.
No cabe duda de que el personaje histórico ha crecido si lo comparamos con la imagen que podemos conocer a través de los documentos elaborados y lo vivido en aquellos días de miedo e ilusión que hicieron posible el entendimiento y la concordia que nos llevaron de una dictadura, mantenida durante cuarenta años, hasta un horizonte de esperanza en donde pudimos soñar con un país y una sociedad diferente, a pesar de estar construida con los restos del naufragio que aspiraban a afianzarse con los nuevos aires y desarrollarse gracias a los que fueron creciendo a la sombra de aquellos acontecimientos.
No han faltado los homenajes, ni las declaraciones de reconocimiento a la vez que se aprovechaba la ocasión para lucirse. También vivimos el espejismo con los últimos Presidentes en amigable cercanía además de esas instantáneas institucionales que invitaban a la grandeza de miras. Podríamos saber que todo era pasajero, pero no por ello perdía valor el momento. Incluso ha servido para que desde distintos foros se reclamase un esfuerzo y plus de flexibilidad que emulase aquellos años en los que se alcanzaron compromisos nada fáciles para lograr lo necesario. Es verdad que ha durado poco, pero mereció la pena.
Al calor de esos recuerdos han aflorado los buenos deseos y hemos sido conscientes de que, cuando se quiere, pueden posibilitarse las condiciones que facilitan los acuerdos y que no siempre son los hechos objetivos los que hacen insalvables los obstáculos, por lo que se ha explicitado la necesidad de unos políticos, unos mandatarios, con horizontes más amplios, más generosidad y menos cortoplacismo.
Pero, una vez más, tuvimos disponible y dispuesto a Monseñor Rouco Varela y no defraudó en su oficio de protagonista destemplado, toque o no toque, echando mano de su repertorio en clave apocalíptica en el que predominan tonos admonitorios y excluyentes incluso cuando lo que la ocasión requiere, reclama y casi exige es la invitación al encuentro. Pero está claro que “no pueden pedirse peras al olmo” y sólo cabe esperar que la dinámica de la vida le empuje a un punto en el que sus revueltas bilis no nos repercutan.
Más allá de todo esto, lo importante ha sido poder recuperar para el presente a una persona que la enfermedad había apartado de la vida pública. Tal vez la Historia, con mayúsculas, lo tenga más claro.

                                                                                 Esteban Rodríguez Ruiz